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Pocos reparan en él, algunos se apartan, la mayoría de las veces no huele bien y él lo sabe; porque Humberto no está loco. Foto: José López.
Anochece y Humberto Terán abre la puerta de la sala de espera del Terminal de Pasajeros de Maracaibo, arrastra su cuerpo encorvado y se apoya en un bastón que trata de soportar los 89 años de vida de un abuelo que entra fijo todos los días, pero que a diferencia de los demás no viaja a ninguna parte.
Pocos reparan en él, algunos se apartan, la mayoría de las veces no huele bien y él lo sabe. Porque Humberto no está loco, no es un vagabundo con demencia senil. A pesar de su edad, está consciente de su condición, como también está consciente de que en todo Maracaibo ese espacio, que muchos usan como puente momentáneo para trasladarse a algún lugar, para él no es más que su última parada. No es el único que lo hace, hasta 20 abuelos llegan a dormir en esta área pública, ante la mirada impotente de las autoridades y del resto de los pasajeros.
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Solo lo acompaña una bolsa negra con un pedazo de pan, una camisa y una botella de plástico que constantemente pide que se la llenen de agua.
“Aquí llega mucha gente: drogadictos, locos vagabundos… La policía los saca. La gerencia del terminal está pendiente de mantener el orden, pero nadie se mete con esos viejitos porque ¡coño! da verga. Les han gestionado y llevado a los geriátricos, pero más te tardas en reunir dinero, bañarlos, buscar un vehículo y meterlos que ellos en volver aquí. Y es que yo sé que para muchos éste es el lugar más seguro que tienen para dormir. Aquí nadie los va a matar, no hay ningún desgraciado que lo vaya a apuñalar, encuentran protección, encuentran paz, no parecen tener ni querer más nada en la vida”, cuenta un trabajador del lugar a quien llamaremos Antonio, pues para efectos de esta nota prefiere no revelar su identidad al considerar que podría afectar su puesto laboral.
Él sabe lo peligroso que pueden ser de noche las calles marabinas para una persona mayor en una ciudad como Maracaibo, donde nadie está a salvo después de que el sol se oculta, muchos menos quienes llevan el alma inocente a la que los años le han robado la malicia. Antonio aún tiene en su mente aquella mañana en la que vio en la prensa el cadáver de Rafael Querales. La noticia daba a entender que ni siquiera se sabía quién era: ¡Abuelo apuñalado! Pero el trabajador del terminal sí que lo conocía.
“La gerencia del terminal está pendiente de mantener el orden, pero nadie se mete con esos viejitos porque ¡coño! da verga”.
“El viejo Rafael dormía aquí, en el primer banco del terminal. Lo hacía desde hacía muchos años. Esa noche no llegó. Uno ya sabe quiénes son los fijos y quienes se ‘hospedan’ de vez en cuando. Al siguiente día lo vi en la prensa ¡Coño’e la madre lo mataron! Y entonces ahí sí le salió familia. Uno no sabe la historia de esta gente, uno no sabe si tienen hijos, qué tan mala puede ser la familia con un viejo o qué tan malo pudo haber sido ese viejo con su familia para llegar a este estado. Pero uno los ve y piensa en sus padres. Nadie quiere que sus viejos lleguen a una situación así”, cuenta Antonio.
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Los pasajeros varían, pero los abuelos permanecen fieles a su “refugio” hasta que sus parpados se cierran, solo arropados por los años que muestran los pliegues de su piel y el plateado de sus cabellos.
Humberto sonríe y hace un gesto de dolor mientras acaricia sus pies tan hinchados que dan la impresión de que en cualquier momento van a reventar. “Me duelen”, se queja. No es para menos, son pies de viejo, debilitados por el trajín de los años y sometidos a una rutina diaria de salir a las 6:00 de la mañana del terminal y caminar hasta la Curva de Molina. Allí dice él que le dan comida todos los días, como también consigue en las afueras de algunos restaurantes en Las Pulgas.
“A mí me da pena pedir. Yo me paro y siempre alguien, por sus propias intenciones me da algo y yo me conformo, porque cuando uno llega a viejo vuelve a ser como un niño y no necesita mucha comida para vivir”, explica.
A pocos metros y acurrucada se deja ver una pareja de viejitos. Son esposos y también duermen ahí desde hace muchos años, aunque no lo admiten. Siempre explican, a quienes les preguntan, que están esperando un bus para el Moján, pero que no lograron reunir el pasaje o que el trasporte los dejó, y así, un cuento distinto todos los días para justificar que el Terminal es su refugio, su morada, el techo para dormir.
“Esa noche no llegó. Uno ya sabe quiénes son los fijos y quienes se ‘hospedan’ de vez en cuando. Al siguiente día lo vi en la prensa ¡Coño’e la madre lo mataron! Y entonces ahí sí les salió familia”.
Se mira más adelante y está otro abuelo de gorra verde y aspecto serio: “Él también duerme aquí todos los días, pero es de poco hablar”, dice uno de los trabajadores.
En cierta forma la gente del Terminal ha acobijado a estos ancianos. A veces los ayudan con algo de comida. Muchas otras dialogan con ellos y soportan cuando se hacen sus necesidades y por pena no dicen nada, pero el olor invade la Sala de Espera. Entonces llaman a la policía, los sacan, los ayudan a lavarse y la rutina continúa.
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Nadie sabe la historia de estos ancianos y muchos se preguntan qué tan mala puede ser la familia con un viejo o qué tan malo pudo haber sido ese viejo con su familia para llegar a este estado.
“¡Coño viejo¡ ¿Qué fue? Por ahí te anduvo buscando una novia, me han dicho que vos sois muy mujeriego. Las cargáis locas ¿Te las queréis chulear?”, le pregunta Antonio a Humberto y éste se ríe. En verdad lo que quisiera sacarle es si ha tenido mujer o si tiene hijos y tratar de entender un poco ese pacto honesto que el anciano ha parecido hacer con la soledad.
Y sí, según el abuelo tiene dos hijos, que viven en Caracas. Es lo único que habla de su vida pasada antes de llegar al Terminal. Eso y que era agricultor y constructor, y que hace 30 años acompañó a uno de sus hermanos en una de las habitaciones del Hospital Universitario de Maracaibo hasta que falleció. De ahí parece haberse quedado sin familia y adquirido una rutina: Salir a las 6:00 de la mañana a ver qué le provee Dios de comida y luego regresar al anochecer a asegurar el sueño más dulce que puede tener un viejo sin hogar, la banca de un terminal.
Humberto trata de no caerse porque cuando lo hace, según dice, no se puede levantar. Solo lo acompaña una bolsa negra con un pedazo de pan, una camisa y una botella de plástico que constantemente pide que se la llenen de agua.
El resto de la gente ve a estos viejos, sin hogar, sin familia, perdidos en un mundo en el que muchos quisieran ayudarlos, pero nadie parece poder hacer nada. Las sillas se llenan y se vacían, los pasajeros varían, pero ellos permanecen fieles a su “refugio” hasta que sus parpados se cierran, solo arropados por los años que muestran los pliegues de su piel y el plateado de sus cabellos.
Duermen con la tranquilidad de que nadie los robará y esa paz que acompaña a quien al todo perder no pierde nada. La misma paz que los hace pensar en el Terminal de Pasajeros como la última parada tras una larga vida y entonces la canción setentera del argentino Piero retumba en la sorda conciencia de una sociedad tan dormida que no cae en cuenta de esa tristeza larga, de esa edad que muchas veces se viene encima sin carnaval ni comparsa.
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Una pareja de viejitos esposos y también duerme ahí desde hace varios años
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Duermen con la tranquilidad de que nadie los robará y esa paz que acompaña a quien al todo perder no pierde nada.
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El resto de la gente ve a estos viejos, sin hogar, sin familia, perdidos en un mundo en el que muchos quisieran ayudarlos, pero nadie parece poder hacer nada.
Maidolis Ramones Servet
Fotos: José López
Noticia al Día