
Rafael Andrade hijo, conocido como Rafucho, cree en el arte como herramienta principal para cambiar modos de vida
En la cocina un hombre a quien todos llaman Rafucho amasa pizzas asimétricas y da indicaciones a su equipo. Desde donde está, a través de una pared de vidrio, observa todo el lugar, donde la protagonista parece ser Frida Khalo, aquella mártir mexicana que entregó su vida a la pintura. Al rato, recibe una llamada telefónica, vuelve a dar indicaciones, se coloca la bata blanca y cruza la calle para ir al consultorio a atender a las pacientes.
Afuera la ciudad sigue siendo un caos; adentro, en Santa Frida Café, apenas se cruza la puerta, Maracaibo luce distinta. Las mesas son obras con la imagen de Frida, que también decora varias paredes. Todas las sillas son distintas porque, dice Rafucho, cada persona es única y debe ser aceptada así.
La vida de este café comenzó a gestarse mucho antes de su inauguración, el 3 de enero de 2015, cuando se presentó la exposición Frida Flotante, en la que artistas plásticos zulianos colgaron sus cuadros del techo en formas irregulares. En realidad, inició décadas atrás, incluso antes de que el chef/gineco-obstetra/poeta/incipiente pintor naciera, y decidiera colmar el espacio con esculturas, pinturas, lámparas antiguas y objetos restaurados.

Dr. Rafael Andrade y Teresa González el día de su boda. Fue ella quien le dio la receta a Rafucho para preparar las bebidas del menú
«Esta historia, la de este café, comienza ahí», cuenta al señalar la principal pared, una que le rinde homenaje a sus padres Rafael Andrade y Teresa González con dos retratos separados por unos metros y acompañados de dos de las 875 cartas de amor que se enviaron en su juventud.
El relato, en resumen, comenta con su marcado dialecto maracucho, sería así: «un loco que se va a estudiar en México, una loca que lo conoce y se unen. Ambos locos se vienen a Maracaibo, se casan, y generan un cambio en su entorno al crear la clínica Zulia en Sabaneta, una zona un poco aislada y deprimida.
Pero Rafucho sabe que el resumen no está a la altura de la historia, y va más allá.
—Mi padre, quien murió hace seis años, era un hombre de muy bajos recursos y vivía en un hato donde ahora está la clínica. Era colector de bus y trabajaba en lo que se le presentara en el camino. Un día decidió, no sé por qué, irse a estudiar medicina en Guadalajara, México.
»Allá conoció a mi madre y se enamoraron. Ella lo ayudó a estudiar gracias a que pertenecía a un estatus social alto. Así vivieron su romance por cinco años y se escribieron tantas cartas desde 1959, dos o tres al mes. Cuando decidieron casarse, el papá de ella (mi abuelo) le dijo que se olvidara de su familia, porque no aceptarían a su prometido. Entonces, ambos se vinieron a Maracaibo a vivir en el hato.
»De regreso en Venezuela, papá terminó la carrera en la ULA y se especializó en ginecología obstetricia. Al volver a Maracaibo, empezó a ejercer en un consultorio ubicado en una vereda cerca del hato y comenzó a ahorrar para construir una casa, ya que mamá estaba embarazada.
»Luego, logró construir la vivienda con tres cuartos y a ella se le ocurrió la brillante idea de construir también una clínica, ya que papá hospitalizaba niños en el pequeño consultorio. Entonces, toda la familia se metió en una sola habitación, y las otras dos las utilizaron para hospitalizar pacientes. ¿Eran osados, verdad?
—Sí, sí lo eran. ¿Y qué pasó con los suegros del doctor Rafael?
—Pues al final terminaron por aceptar a papá. ¡Y cómo no lo iban a hacer si se portaba más bien que la vaina —exclama entre risas.
Con los años, el doctor Rafael compró una casa al lado y así, poco a poco, la estructura creció hasta convertirse en el Centro Clínico Materno Pediátrico Zulia, conocido como clínica Zulia, que se inauguró en 1974.
Por aquellos tiempos ya la familia de Rafael y Teresa también había crecido, y con ímpetu y constancia educaron a sus cinco hijos, cuatro varones y una hembra. Por eso, reitera Rafucho, la historia de Santa Frida Café nace allá, en aquella primera mirada entre sus padres en Guadalajara.
Oasis
De vuelta a nuestro tiempo, más de medio siglo después de que iniciara el idilio entre Rafael y Teresa, Santa Frida existe no solo como un establecimiento, ni como un homenaje a la madre de Rafucho y a la artista plástica que admira, sino como un motor que genera e impulsa un anhelado cambio en la sociedad a través del arte, algo fácil de ratificar con tan solo ver los cuadros en el techo, obras literarias en un rincón o los escritos y poemas en las paredes y mesas.
—En este lugar nada tiene que ser cuadrado, aquí vamos contra las leyes y normas que nos dictan, porque se le ha enseñado a la gente que el arte tiene que apreciarse en un museo, y estar asociado con un nivel socioeconómico elevado, y eso no debe ser así.
»Aquí no hay un estrato social, cualquiera puede entrar, admirar y tocar el arte, o incluso comprarlo si quiere. Todo está a la venta. Todos los objetos son restaurados, los platos, sillones y cojines son de distintos colores. Las obras son de artistas plásticos consagrados que se han sumado al proyecto, como Jesús Pérez, José Enrique González, José Ramón Sánchez, Elvis Rosendo, Mario Colina, Miguelangel Meza y Manuel Hernández.
Pero lo principal no es que el lugar esté repleto de arte, sino que ahí, en ese espacio de Sabaneta, se está haciendo arte.
Quien se quede por unas horas podrá ver como poco a poco se congregan artistas plásticos, sacan un caballete y empiezan a dibujar; o cómo llega Gustavo Colina y hace danzar las cuerdas del cuatro; o cómo alguien decide levantarse y recitar poemas, o cómo una de las chicas meseras deja a un lado el menú, toma el micrófono y comienza a cantar.
—Aquí todos tienen un espacio. Antes, la mayoría de los artistas pasaban hambre para poder pintar, porque hubo una época donde el arte no daba recursos, y solo a través de los mecenas los artistas recibían pagos pequeños por lo que hacían. Pintaban todos los días y nunca salían de la pobreza. Era tan dramática la situación que en los inviernos agarraban sus obras y las metían en chimeneas para calentar la habitación. Por eso, Santa Frida brinda un espacio a todo el que quiera hacer arte en cualquier disciplina.
Rafucho puede pasar horas conversando sobre el tema con conocidos o con quien quiera conocerlo, sin disminuir ni un ápice su emoción. Y en la plática recuerda cómo surgió en los 40 el movimiento de surrealismo, y cómo Salvador Dalí fue uno de sus grandes exponentes, aunque el fundador, apunta, fue André Bretón, que creó una especie de sueño o área lírica en la pintura, algo irreal en las obras. Se pasea por sus piezas, la de otros que formaron parte del surrealismo en el París de esa época y por las de Picasso, antes de comentar que a Frida la quisieron meter en ese movimiento, pero ella se opuso rotundamente, pues era muy firme en su proyecto de defensa de la cultura mexicana y en que no pintaba lo irreal, sino la realidad de cómo veía su trágica existencia.
Para él, las obras tienen vida propia, transmiten color, sueños, sentimientos… sin ellas, asegura, Santa Frida Café, que mezcla de manera sarcástica lo religioso con lo terrenal, sería un «hueco pela’o».
Al lado, Rafucho, quien obtuvo el título de chef en Argentina y es el responsable del menú junto a su hermana, también chef, compró una vivienda en ruinas para crear una escuela de arte que se podría llamar La Casa Cromática. En este sitio ya habitan cuatro muchachos: tres artistas plásticos y un cuatrista que promete ser el relevo de Gustavo Colina. Las habitaciones son, a su vez, el taller de cada uno, y la casa hará las veces de galería. Lo único que le pide a sus jóvenes inquilinos es hacer arte, una tarifa que cambia vidas. Pero esa es otra historia.
Rafucho y uno de sus hermanos siguieron los pasos de su padre y se convirtieron en médicos, pero el primero, piensa ahora, fue el «único loco» en seguir los trazos artísticos de su progenitor.
—No sé cómo me metí en esto, pero te contaré algo: cuando tenía 11 años, mi padre tocaba la puerta, abría, y me decía: «levántate, hijo, que ya es de día». Yo respondía: «si es de día, servime la comí’a». Él replicaba: «no es de día y ya queréis jartar». Y yo contestaba: «bueno, si no es de día ni está la comí’a, dejame estar».
Era poesía espontánea, natural.
En un instante, sus ojos se tornan brillantes, voltea a ver el retrato y, con un nudo en la garganta, expresa:
—¿¡Cómo no me voy a enamorar yo del arte y de la poesía!? Si él me levantaba todas las mañanas con esa vaina. Eso es arte, y eso no puede morir. Yo trabajé toda la vida con él en el pabellón, operando. Él me enseñó el arte de operar, de salvar vidas, pero me enseñó algo más hermoso: el alimento del alma, que es eso, el arte.
El padre era un lector incansable, algo que también le legó a Rafucho, quien detalla que no puede dejar de leer a José Saramago desde que abrió El evangelio según Jesucristo. También sigue los textos de Gabo, Cortázar, Sábato y Neruda.
No sabe pintar, pero lo intenta, de hecho, una pequeña obra de su autoría está entre los objetos de Santa Frida, un lugar para los talentos emergentes de cualquier disciplina, destaca el artista plástico Freddy Paz, quien dirigió por 30 años la escuela de arte Julio Árraga, y es uno de los colaboradores principales de este proyecto.

Artista plástico Freddy Paz habla de la trascendencia de Santa Frida Café
—Aquí todos pueden efectuar exposiciones, recitales, conciertos… es una oportunidad que el tiempo le ha arrebatado a los artistas —resalta.
Freddy mira a su alrededor y dice que Santa Frida le ha dado a la comunidad de Sabaneta algo que nunca había visto y ahora lo siente suyo. «Aquí llegan vecinos y dicen que por primera vez observan obras y presencian conciertos de trova, bolero, jazz… Gracias a esto, se siente el cambio de la gente hasta en el vocabulario», manifiesta.
Con orgullo, Freddy menciona una anécdota con Rafucho:
—Recuerdo que una vez le pregunté si esta venta da dinero, y él me respondió: «Chico, yo no sé si esto da dinero, pero ¡cómo da amigos!
Cada viernes se realiza un evento cultural en Santa Frida, y los sábados los artistas huéspedes dictan clases de cuatro y dibujo. Es un espacio edificado por una familia que busca construir una mejor sociedad.
—Pero, Rafucho, ¿por qué haces todo esto?
—El arte tiene la capacidad de cambiar el entorno de donde vos vivís; si vos hacés esto aquí, en Sabaneta, la gente empezará a cambiar su forma de ser. Quienes lo sean, dejarán de ser agresivos, violentos, no arrojarán basura a las calles, y se convertirán en protectores de esto y de la futura escuela de arte, donde inscribirán a sus hijos. Entonces, cada niño que aprenda a tocar un instrumento, a dibujar… será un niño menos en la calle. Si cambiamos el entorno cambiará la sociedad. Realmente, no sé por qué lo hago, pero tenemos que hacer algo.
Sí, tenemos que hacer algo.

Santa Frida Café es un negocio familiar: la esposa de Rafucho trabaja como la cajera; una hermana, la chef, y una de sus hijas, mesera y cantante

En el lugar hay dos espejos colocados en el techo que representan la forma cómo Frida pintaba al estar postrada en su cama

Retrato del doctor Rafael Andrade, padre de Rafucho

Retrato de Teresa Gozález, madre de Rafucho

Una de las mesas está repleta de escritos que dejan los visitantes

En estas cajas entregan las cuentas

Obra El santo negro, los santicos y los agregados, del artista plástico Elvis Rosendo
David Contreras
Noticia al Día