
Lupe e Ingrid, un amor libre e igualitario desde hace 23 años
Un día, después de más de 10 años conociéndola, de ser nada más que una amiga, ella decidió que no quería dejarla ir más. Sin planificarlo mucho, sin detenerse a pensar, la llevó a un rincón de su casa y la besó… Y así, en ese rincón, con ese beso, comenzó esta historia de amor que ya lleva 23 años escribiéndose.
Las protagonistas son Ingrid y Lupe. La primera, tan dominante como detallista. La segunda, tan seria como apasionada. Ellas se conocieron a los 13 años. Vivían en la misma parroquia, iban a la misma iglesia, pertenecían al mismo coro.
—En ese tiempo, ella estaba enamorada de mí y yo ni pendiente de ella —cuenta Ingrid con una sonrisa torcida, recordando aquellos días cuando pasaban toda la noche, después de la misa, reunidas en Santa Lucía, hablando, contándose secretos, riendo bajito.
Cuando los papás de Ingrid decidieron mudarse de la parroquia, las amigas empezaron a verse solo dos veces al año. Cada 22 de mayo, día de Santa Rita de Casia, y los 13 de diciembre, cuando se celebra el día de Santa Lucía.
—Aunque a esa edad sí sabía que tenía la inquietud, todavía no quería entrar a ese mundo. Además, ella nunca me dijo nada y yo no le dije nada tampoco.
Hasta que un día, Lupe vio a Ingrid con una amiga. Aquella mujer se veía alta y fuerte e Ingrid se veía feliz a su lado. Los celos y el pánico golpearon a Lupe casi al mismo tiempo. “¡No! Ella no puede estar con otra. Ella es mía”, pensó. Así fue como un día la condujo a aquel rinconcito. Y el resto ya lo saben.
Sin embargo, la vida amorosa de Lupe no empezó con Ingrid; sino más joven, con un hombre con quien se casó y tuvo un hijo que parió a los 24 años. Pero esa vida era una vida ajena, una a la que la condujeron una familia llena de tabús y unos padres ancianos y muy conservadores. En febrero del 93 el matrimonio expiró como una vela que, después de años amenazando con apagarse, se quedó por fin sin oxígeno.
Cuando vas por la calle, Ingrid y Lupe siempre van tomadas de la mano. Su relación nunca ha estado dentro del closet. Eso de “te presento a mi prima”, “te presento a mi amiga”, nunca existió para ellas.
—En nuestra familia, con el tiempo, todo el mundo nos aceptó y nos quiso tal y como éramos. Mi mamá sabía quién era yo desde que nací. Y a los de Lupe, les costó un poco más, pero al final su papá me llamaba “yerna”, y ambos murieron conmigo, aquí, en esta misma casa.
Ellas llevan 22 años juntas y 22 años conviviendo bajo el mismo techo.
—Aunque ella siempre quiere hacerlo todo, cuando tengo que limpiar, limpio, cuando tengo que lavar, lavo, y cuando tengo que cocinar, cocino. Y la malcrío, la malcrío mucho —dice Ingrid.
Hoy, su relación con la iglesia no ha cambiado demasiado. Fueron a misa esa mañana, bien temprano.
—Semana Santa son los días que a ella menos le gustan porque es cuando más me divorcio de ella. Paso toda la semana metida en la iglesia —cuenta Ingrid, quien de niña no solo estuvo en el coro, sino que también fue monaguillo.
Ellas se mudaron un par de veces pero terminaron en la misma casa donde empezó todo. Dos perros y un gato las acompañan. Y reciben con cariño a todos los que las aprecien y las ven con respeto.
—Nosotras siempre nos reunimos para compartir. Tenemos muchos amigos heteros, son parejas, son matrimonios. Y la mayoría de sus hijos son como sobrinos para nosotros. Nos quieren, vienen a dormir a nuestra casa. Nos han conocido toda su vida y han entendido que nuestro amor es tan real y tan normal como el de todos —dice Lupe, esta vez.
Sin embargo, ellas entienden que acostumbrar el ojo y el cerebro de la gente que las ve besando en la calle, es muy difícil; pero la sociedad está cambiando, poco a poco, paso a paso. El amor es cada día un poquito más libre e igualitario. A pesar de todo, cada vez que Ingrid se va, Lupe la despide con un beso en la boca frente a su casa. Así, poco a poco, las muestras de su amor van escapándose de su jaula.
—En todas las familias, en todos los gremios, en todas las iglesias hay un homosexual, sea hombre o mujer. Y a mí me da mucha lástima aquellos que no quieren salir de closet. Porque sufren, y mucho —confiesa Lupe—. Nosotras hacemos el amor; no tenemos sexo, como hacen la mayoría de las parejas heterosexuales. No tenemos relaciones para satisfacer a un hombre, no lo hacemos por dependencia, ni estamos sometidas a nadie. Cada quien tiene su individualidad. Yo puedo salir sola, ella puede hacer lo mismo. Si yo no quiero ir a misa, ella va sin mí. A mí me fascina el frío; a ella no le gusta. Dormimos separadas porque Ingrid ronca mucho. Y aún así somos más felices y estamos más tranquilas que nunca.
Hace días, Ingrid le regaló a Lupe su segundo anillo de compromiso. Es plateado, sencillo, hermoso, idéntico al que compró también para ella. Ingrid es la romántica. La que le pide matrimonio todos los años, la que no se cansa de avivar tanto el “feeling”.
—¿Por qué estoy de acuerdo con el matrimonio igualitario? Porque no es justo que yo me llegue a morir primero que ella y venga mi hijo a sacarla de nuestra casa y a quitarle todo. No es justo porque esto lo hemos construido ambas. No es una fiesta lo que queremos. Es la seguridad que ese papel nos da —asegura Lupe.
Hoy Ingrid tiene 48 años y Lupe 51. El 12 de junio se cumplen 23 años de aquel beso robado en el rincón. Aún ahora, allí, sentadas, en la sala de su casa, siempre que ven aquel lugar, se acuerdan de ese momento. Y aquí siguen, a pesar de los altos y bajos, defendiendo un amor libre e igualitario.
Estefanía Reyes
Noticia al Día